Estrés, agobios, problemas económicos, laborales, una mala noche y encima un atasco. Y al final, revientas. Y con quién menos lo merece: tu hijo. Con un grito o una mala frase que, puede parecer inofensiva, pero no lo es. Para los niños, especialmente en su primera infancia, lo que sus padres dicen lo toman como verdades absolutas. Si tú le repites cada vez que se cae o tira algo: “qué torpe eres”, crecerá creyendo que de verdad lo es.
Es muy importante, por tanto, cuidar lo que les decimos si lo que pretendemos es crear desde la base niños seguros de sí mismos, confiados y felices. Nada es más importante para que un adulto sea feliz que tener una infancia llena de amor y confianza. Y eso es tarea de los padres.
Mónica Serrano Muñoz, psicóloga, especialista en acompañamiento psicológico y emocional de personas que se encuentran en etapas de su vida relacionadas con el ámbito perinatal, conoce bien este asunto (...). Es la autora del Blog Psicología Infantil y Crianza con Apego y formadora experta de La Pedagogía Blanca y actualmente ofrece formación para padres y profesionales sobre temas relacionados con la Maternidad y Crianza Respetuosa.
¿Por qué no es conveniente decir ciertas cosas a los niños?
Es esencial conocer cómo reciben los niños pequeños estos comentarios o actos por parte de sus padres para comprender la importancia que tienen en su desarrollo personal.
Las características evolutivas del pensamiento de los niños durante la infancia temprana (2 a 6 años) lo explican claramente.
Según la psicóloga, a esas edades “los niños no son todavía capaces de realizar inferencias a partir de propiedades no directamente observables”. Es decir, que se basan en lo que perciben (en las apariencias). Su pensamiento “se focaliza en un solo aspecto de la situación, obviando distintas perspectivas o puntos de vista diferentes, no pueden relacionar todavía estados los iniciales y finales de un proceso, ignorando las transformaciones dinámicas intermedias”.
Todo esto hace que el niño perciba las situaciones de manera concreta, siendo aún incapaz de comprender matices no observables de la realidad. Así, creerán lo que les decimos al pie de la letra, sin tener en cuenta otros aspectos que están influyendo en la situación (como que estemos nerviosos, muy cansados o enfadados y que cuando se nos pase nos encontraremos mejor).
De este modo, hay ciertas cosas que jamás deben decirse a los hijos, más aún cuando éstos son pequeños.
LO QUE ELLOS INTERPRETAN
Uno de los comentarios más frecuentes ante situaciones de enfado es el típico “¡Estoy harto!” o “No puedo más”. Esta expresión la utilizamos con mucha frecuencia y la asociamos a diversas situaciones. Sin embargo, cuando se la decimos a nuestro hijo, éste entiende que nos hemos cansado de él, simplemente.
Esta interpretación genera mucha inseguridad a los niños porque creen que nos hemos cansado de cuidarlos, de protegerlos y se sienten indefensos.
Otras expresiones que deben evitarse a toda costa son las que comienzan por “Eres…” seguido de un adjetivo negativo. El verbo ser indica un rasgo, permanente, difícilmente modificable. Cuando lo utilizamos con el niño, le estamos transmitiendo una característica que consideremos inherente a su forma de ser (eres vago, eres tonto, eres malo, eres torpe…).
Sin embargo, si en vez del verbo ser utilizamos el verbo estar o el verbo hacer, estaremos haciendo alusión a un estado (transitorio, modificable) en vez de a un rasgo, y el niño lo recibirá como tal.
Así, si decimos “Lo que has hecho no está bien” en vez de “Eres malo” o “Estás hoy un poco despistado” en vez de “Eres torpe”, estaremos comunicándonos con el niño de una manera mucho más constructiva, ya que un estado es más fácilmente superable que un rasgo.
Cuando hacemos alusiones negativas en forma de rasgos permanentes, estamos influyendo negativamente en el desarrollo de la autoestima del niño.
Asimismo, las amenazas del tipo “Se lo voy a decir a tu padre” o “Te vas a quedar castigado”, “Va a venir un lobo y te va a morder” enseñan al niño a respetar normas y límites en base al miedo. Esto es del todo inadecuado, pues genera al niño mucha inseguridad y le hace actuar (o no actuar) en función de una situación negativa externa a él.
De este modo, el niño no tiene la posibilidad de aprender sobre un modelo actitudinal positivo, si no que aprende en base a la evitación de una consecuencia negativa o atemorizante. Cuando el niño crece y pierde el miedo a la consecuencia, no habrá desarrollado la capacidad de autocontrol y gestión de las propias emociones, tan necesarias a lo largo de toda la vida.
Por otra parte, prometer cosas que no se van a cumplir, como, por ejemplo, “Cuando te despiertes estaré aquí contigo”, sabiendo que esto no va a poder ser, genera a los niños una gran desconfianza y sensación de indefensión.
Cuando mentimos al niño, éste se siente del todo desorientado, pues pierde la referencia segura que constituyen sus padres, al no saber si lo que le dicen va a suceder realmente o no.
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