Los sentimientos automáticos, viscerales y más bien inconscientes que tenemos hacia nuestras nuevas parejas tienden a ser acertados, según se puede comprobar en la vida real cuatro años después. De hecho, son siempre más acertados que esos otros sentimientos, los que albergamos con plena consciencia y admitimos abiertamente a la mínima ocasión. Son los resultados de una investigación de psicología experimental que tres universidades estadounidenses han estado haciendo con 135 parejas durante los últimos cuatro años, y lo bastante sólido como para presentarlo en la revista Science.
El responsable de la investigación, el psicólogo James McNulty de la Universidad Estatal de Florida, tal vez sea el primer científico que ha titulado un artículo técnico con un twit: “Aunque lo desconozcan, los recién casados conocen de forma implícita si su matrimonio será grato”. Directo, al punto y claro como el cristal.
Una tradición de la psicología social ha sostenido durante décadas que los procesos automáticos de la mente producen efectos sociales, pero la teoría carecía hasta ahora de soporte empírico y había empezado a ser cuestionada. El experimento de McNulty y sus colegas aporta exactamente esa clase de evidencia que se echaba de menos.
Los psicólogos han estudiado a 135 parejas heterosexuales desde que estaban recién casadas hasta cuatro años después, haciéndoles un examen cada seis meses durante ese periodo. Cada vez les han preguntado —por supuesto, a cada miembro de la pareja por separado— sus sentimientos explícitos sobre el cónyuge. Pero también han medido, con los trucos enrevesados típicos de la psicología experimental, sus sensaciones viscerales sobre su pareja, la clase de sentimiento que no se revela filtrada ni metabolizada por la razón, sino que surge virgen y brutal de las capas más oscuras de nuestro cerebro profundo o reptiliano.
Por ejemplo, los investigadores muestran al sujeto una foto de su cónyuge durante solo 300 milisegundos (menos de un tercio de segundo) seguida rápidamente por una palabra como “imponente” o “genial”, o bien por una como “horrible” o “espantoso”. El sujeto tiene que decir (pulsando una tecla) si la imagen va bien con la palabra o no. Los psicólogos experimentales tienen bien documentado que, en esas condiciones, el tiempo de reacción delata las sensaciones viscerales, o sentimientos automáticos, del voluntario.
Si el sujeto realmente siente que su cónyuge es “imponente”, pulsa la tecla a la velocidad del rayo. No así en caso contrario, por más que jure y perjure. Son técnicas clásicas de los psicólogos para hurgar en nuestras entrañas más recónditas, en aquellas sensaciones que no queremos confesarnos ni a nosotros mismos.
El resultado ha pasado todos los filtros estadísticos y está más claro que el agua: si uno quiere saber qué va a ser de su vida de pareja dentro de unos años, lo mejor que puede hacer es atender a sus vísceras. Los sentimientos plenamente conscientes, o explícitos, fallan más que una escopeta de feria. Pueden ser un autoengaño o un engaño literal —solo para los demás—, pero en cualquier caso no dan ni una. Solo las tripas dicen la verdad, o predicen el futuro. Triste resultado para nuestros lóbulos frontales.
“No estoy seguro de que nuestros lóbulos frontales sean ajenos a nuestras actitudes automáticas”, dice McNulty a EL PAÍS, “pero lo que sí puedo decir es que, a veces, nuestros sentimientos viscerales (gut-level feelings) pueden ser más certeros que nuestros pensamientos más deliberativos”.
Sobre el rompedor título de su paper, McNulty comenta sin falsa modestia, o sin modestia de ninguna clase: “Los títulos inteligentes se están volviendo la norma en mi disciplina, la psicología social”. Ya lo saben.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario