jueves, 12 de septiembre de 2013

Sus ojos buscaron los suyos y su mirada tocó su corazón

Memorias. Una seguidora de la revista, que prefiere mantenerse en el anonimato, envió su testimonio muy bien narrado. Sentimientos afloran y atrapan

Las rosas amarillas siempre serán nuestro signo. Su aroma suave nunca dejará de estremecerme y de devolverme su recuerdo.
Lo conocí cuando estaba en cuarto medio, me faltaban solo unos meses para terminar los estudios. Prefiero no dar nombres ni lugares reales, para resguardar mi vida actual y por respeto a su memoria; sin embargo, relato mi experiencia porque siento una necesidad urgente de hacerlo, y porque creo que hay muy bellas historias de amor, que aunque no necesariamente tienen un final feliz, vale la pena contarlas.

Apareció en mi vida como una sorpresa maravillosa. Era un tiempo en que yo me sentía asfixiada por el medio, en un ambiente en que no había ninguna novedad. Hasta entonces nunca me había enamorado. El ambiente donde estaba era reducido. Conocía a la mayoría de los chicos desde muy pequeños, casi todos eran como mis hermanos y ninguno me despertaba interés.
Apareció él, una mañana lluviosa en que avisaron que nuestro profesor de lenguaje no había ido, pero enviaron a un remplazante. Yo, al verlo parado delante de la pizarra, presentándose con una sonrisa tímida, me dio el impulso de ir a sentarme en primera fila. Me gustó, de hecho. El cambio era radical. El profesor titular era un señor mayor, siempre vestido con un terno gris, severo y distante. Pero él llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa juvenil de un azul encendido que lo hacía lucir atractivo. No recuerdo qué avanzamos en la clase ni qué más sucedió en el colegio, es que para mí el mundo se redujo totalmente él. Primero lo observé sin cansancio, cada detalle de sus movimientos y su voz me sonaba tan sensual, tan masculina.
¿Dónde estuvo antes? ¿Dónde vive? ¿Qué hace en su tiempo libre? Todo eso pensaba yo, seguramente con una cara de estupefacción, cuando fui interrumpida por una fuerte risa del curso entero. Todos mis compañeros me miraban, pues el profesor me había preguntado algo que yo no respondía, porque estaba absorta en mis cavilaciones.
“Señorita, no se coma el lápiz, por favor atienda”, me había dicho el profesor, mientras que para mí sus palabras caían como un bálsamo.
Luego me enteré de que él era el hijo del viejo profesor de literatura y que solo se encontraba de visita en la ciudad, pues estudiaba en otra parte.
La angustia me atrapó ¿Cuándo volvería a verlo? Y estuve así por dos meses que me parecieron una eternidad. Lo había perdido de vista y mi único vínculo con él, era su papá, el profesor al que me acercaba más, le pedía consejos de lecturas que nunca llegaría a leer. En fin, siempre inventaba algún pretexto para entablar una conversación con él, como si eso me permitiera acercarme a su hijo.

Cuando salí bachiller, la angustia me ahogaba, no había vuelto a saber más de él.
Después de Navidad, mis padres me enviaron de viaje para que vaya a acompañar a mi abuela, que estaba sola, por unos meses, hasta que yo decidiera qué estudiar. Todas mis esperanzas de verlo se esfumaban.

En el avión, me disponía a ajustar el cinturón de seguridad, cuando oí su voz.
Era él, casualmente iba en el mismo vuelo y en la misma fila que yo. Quedé atónita y si hubiera podido me lanzaba a abrazarlo. Pero solo atiné a recorrer el asiento para darle espacio.
Me saludó amable y me reconoció. “Eres del curso de mi papá, la que se comía el lápiz”, me dijo y yo sentí que toda la sangre se agolpaba en mis mejillas. Sonreí muy avergonzada y él también sonrió y me miró a los ojos, con una mirada tan profunda que sentí que encontró mi corazón.
No dejamos de hablar durante todo el vuelo.
Si el avión se cae, moriré feliz, me dije. (Continuará)



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