miércoles, 2 de agosto de 2017

El grito como daña a muchas familias

El grito sobreexcita nuestro cerebro, nos pone en alerta y atenta contra el sutil equilibrio de nuestras emociones. Lamentablemente, esa forma de comunicación hiriente basada en un tono de voz siempre elevado es algo muy común en el seno de muchas familias. Así, el malestar y las agresiones invisibles impactan en unos y en otros dejando secuelas muy profundas.

Decía el siempre genial Jardiel Poncela que quien no tiene nada que decir, lo dice a gritos. Sin embargo, por curioso que parezca hay quien no entiende otra forma de comunicación más que esa donde el grito le sirve para pedir el cubierto que está en frente, para llamar la atención del hijo que tiene al lado o incluso para comentar el programa de televisión que está viendo en familia. Hay personas que no saben comunicarse sin ansiedad, la de ellas o la que proyectan.

“No lo puedo evitar”, se justifican. Evitar levantar la voz escapa a su control porque es el timbre y es el tono que han escuchado desde la más tierna infancia, porque es el grito quien les ha servido desde siempre para hacerse notar, para marcar territorio para enarbolar la autoridad y también, por qué no, para canalizar rabias, frustraciones y egos contenidos que buscan válvulas de escape.

No por alzar la voz nos van a oír mejor, lo sabemos, pero a menudo se necesita del grito porque es la única frecuencia que conocemos para comunicar, el único canal con el que visualizarnos ante los demás sin saber que si uno grita es muy probable que el otro responda del mismo modo, dando forma así a una dinámica relacional desordenada y coercitiva. Algo que lamentablemente, abunda en muchas familias…

DESTRUYE LAS RELACIONES

El grito, más allá de lo que pueda parecer tiene una finalidad muy concreta en la propia naturaleza, tanto del ser humano como del resto de animales: salvaguardar nuestra supervivencia y la del grupo ante un peligro. Pongamos un sencillo ejemplo. Estamos en medio de la selva, paseando, disfrutando de ese equilibrio natural. De pronto, se escucha un grito, es un mono capuchino que emite un chillido agudo que se clava en nuestro cerebro.

Ahora bien, ese grito no solo sirve de “alarma” de aviso para los suyos. La mayoría de animales de ese entorno, al igual que nosotros reaccionamos con miedo, con expectación. Es un mecanismo de defensa que controla una estructura muy concreta del cerebro: la amígdala. Basta con escuchar un sonido agudo, un tono de voz elevado para que al instante esta pequeña área cerebral lo interprete como una amenaza y active nuestro sistema nervioso simpático para activar la huida.

Sabiendo eso, entendiendo esta base biológica e instintiva, podemos deducir ya lo que supone por ejemplo, crecer en un entorno donde abundan los gritos y donde la comunicación se produce siempre con un tono de voz alto.

El cerebro vive en un estado de alarma constante. La adrenalina siempre está ahí, la sensación de que tenemos que defendernos de “algo” nos sume en un estado de estrés crónico, de angustia permanente, desquiciante.

Por otro lado, lo que intensifica aún más esta realidad, es que ante un estilo de comunicación agresiva es común generar respuestas defensivas con la misma carga emocional, con el mismo componente ofensivo. De este modo, caemos consciente o inconscientemente en un círculo vicioso y en una dinámica tan destructiva donde todos acumulamos secuelas en esta compleja selva de las relaciones humanas donde la calidad de la comunicación lo es todo.

Familias que se comunican con gritos

Laura tiene 18 años y acaba de darse cuenta de algo en lo que no había caído hasta el momento. Habla con un tono de voz muy elevado. Sus compañeros de universidad le señalan a menudo que su voz es la que más se oye en clase

y que cuando están en grupo su forma de comunicar resulta algo amenazante.

Laura quiere controlar ese aspecto de su persona. Sabe que no va a ser fácil, porque en su casa, sus padres

y sus hermanos siempre se comunican de ese modo: con gritos.

No es necesario que exista ninguna discusión, sencillamente, ese es el

tono de voz con el que ha crecido siempre y al que se ha acostumbrado. Sabe también que en su casa, quien grita es quien se hace escuchar,

y que alzar la voz es necesario porque la televisión siempre está abierta,

porque cada cual está en sus cosas

y porque… no hay excesiva armonía.

En este caso, Laura debe entender

que no se puede cambiar una dinámica familiar de un día para otro. No puede cambiar a los demás, ni a sus padres ni a sus hermanos, pero sí a sí misma.

Lo que puede y debe hacer es controlar cognitivamente sus propio estilo verbal para entender que quien grita agrede, que no hace falta alzar la voz para ser escuchada y que a menudo, un tono de voz sereno y calmado sirve para conectar mucho mejor con los demás.

Con este sencillo ejemplo queremos dejar claro algo muy simple: en ocasiones, no podemos cambiar a quienes nos educaron, no podemos editar nuestro pasado o borrar esas dinámicas familiares donde el grito siempre estaba presente aunque fuera solo para preguntarnos la hora o cómo nos había salido el examen.

No podemos cambiar el pasado pero sí impedir que ese estilo de comunicación nos caracterice a nosotros en nuestro presente, en las relaciones de amistad

o pareja, en nuestros propios hogares.

LOS GRITOS DAÑAN

EL CEREBRO INFANTIL

Pedro González Núñez

“Por la ignorancia se desciende a la servidumbre, por la educación se asciende a la libertad”, dijo una vez Diego Luis de Córdoba. Sin embargo, la educación poco tiene que ver con la imposición y nada con el grito. De hecho, este último puede producir daños importantes en el cerebro infantil.

Porque educar gritando es poco útil, o al menos, así lo señalan diferentes estudios. Además, detrás de muchos de estos gritos solo se encuentra la impotencia de los padres para trasmitir la información que desean de otra manera. Así, los gritos son una liberación de energía que no se trasmite necesariamente al contenido que tratan de imponer y más cuando los receptores son los niños.

IMPOTENCIA

Autores, como Aaron James, afirman que gritar más no te hace tener más razón ni te confiere necesariamente una posición de ventaja en una discusión. Así lo ha confirmado en sus estudios, refiriéndose incluso al actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump. De esta manera, si queremos tener la razón, no será gritando como esta nos asistirá. Más bien habrá que razonar los motivos en vez de alzar la voz.

Por lo general, los gritos aparecen cuando alguien pierde el control. De manera que son el mensaje y el esta-do emocional los que se apoderan del control de la expresividad, haciendo que las formas emborronen precisamente el propio mensaje. Además, si con los adultos pasa, el efecto devastador de los gritos se vuelve exponencial cuando los receptores de los mismos son los niños.

SECUELAS IMBORRABLES

Ahora, según un nuevo estudio publicado desde la Universidad de Pittsburgh, se ha descubierto que estos gritos, especialmente cuando son emitidos con regularidad hacia el cerebro infantil, encierran un buen número de riesgos para su desarrollo psicológico.

Es decir, que todos aquellos que opten de manera frecuente por los gritos, con el objetivo de dirigir o regañar, están aumentando este riesgo del que hablábamos. De hecho, como consecuencia de los gritos es fácil que los niños emitan como respuestas conductas agresivas o defensivas.

El estudio fue llevado a cabo entre casi mil familias con niños entre uno y dos años. En él descubrieron que las formas de crianza que recurrían habitualmente a los gritos estaban asociadas con la aparición de síntomas depresivos y problemas conductuales durante su adolescencia, a partir de los 13 y 14 años.

De hecho, también publican que el grito no solo no minimiza los problemas, sino que los agrava. Por ejemplo, en lo referente a la desobediencia. Mientras, los padres más cálidos con sus hijos lograban que el impacto del grito se minimizase en gran medida.

Sin embargo, este no es el único estudio al respecto que se ha llevado a cabo. También, desde la prestigiosa Escuela de Medicina de Harvard, concretamente desde su departamento de psiquiatría, afirman que el maltrato verbal, el grito, la humillación o la combinación de los tres elementos alteran de for- ma permanente la estructura cerebral infantil.

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